Colibríes y alacranes

Publicado el 15 de diciembre de 2023, 14:29

Reseña del nuevo libro El idroscalo de los colibríes de Alejandro Tarantino Aréchega.


Por Candela Llanos de Vanda

Poetas de la civilidad son y es lo que en parte une a Lorca y Pasolini; y así me siento, civil, tras leer este libro poético y filosófico de Alejandro Tarantino [su raíz siciliana y española, su origen dual, quizá le lleve a buscar vínculos entre mundos, y estos, a veces, se conviertan en hallazgos hermosos y delicados, como es el caso… y denote el río profundo de la cultura que nos arrastra desde el imaginario presocrático hasta el iluminismo crítico de epígonos de Nietzsche y su eterno retorno; así es la fulguración trágica de dos escritores que perviven con nosotros en este único mundo, expresión de la locura y la violencia que ellos combatieron].

Es civil morir por ser parresiastés, por tener el coraje de decir; es decir, que ahora digo por ellos en la voz de Tarantino: que es una muerte nuestra, de todos, atravesando el tiempo como lo ha hecho Safo de Lesbos, Diotima de Mantinea o Hyparquía de Maronea, Hipatia de Alejandría, y Themistoclea de Delfos, Théano de Crotona o Aspasia de Mileto. Su heroicidad es nuestro aliento y sus palabras el látigo del auriga contra el desorden del tiempo. Para el autor parece no haber otro lugar del ser del lenguaje que la hermenéutica, quizá abandonó la casa del ser, y viaja para llegar al ahora antes del crepúsculo de los dioses o de la razón, para apropiarse de las cenizas sin olvido y de la fosa sin nombre ni lugar. Tarantino hace suyos sus tiempos, sus lugares, sus voces, sus palabras y sus cuerpos ultrajados, delecta por ellos la nostalgia republicana y la más lúcida crítica de la barbarie. Ellos son víctimas en las que se reconoce la inteligencia poética de nuestro tiempo [este en el que tan pocos poetas están… cuánto decir vacuo, banal, autorreferencial, yoico, más de lo mismo como si muchos hubiesen caído en la misma voz, una y otra vez sin perspectiva, o con la perspectiva del ahogado –signo de estos tiempos donde uno quiere ser lo que quiere desde la omnipotencia sin cuestionarse sus límites como sujeto–, y por las que la propia literatura reconoce el peligro que acecha a su alegría –dixit Antonio Gamoneda– y a su conciencia ética].

Un libro es un artefacto de pensamiento o no lo es, una voz forma parte de la historia de la lengua o es una impostora. Somos por los que fueron. Tarantino lo sabe, su voz irrumpe no como coetánea o contemporánea, si eso significa algo… es parte, participa, y en ello reside su singularidad, en la fidelidad a una voz que no le pertenece y le pertenece: la voz como contingencia y vínculo. Un poeta contingente es un poeta vivo, lo es porque pensar se convierte en un riesgo, siempre al borde de la realidad, que el propio lenguaje sigue urdiendo –si te quedas quieto la ontología semántica aleja el borde incalculable del mundo: un poeta es un constructor de suelos firmes, aunque suelos en los límites; un poeta siente el vértigo perpetuo: hay teas de Cioran en Tarantino, entre tantos, siempre…

No hay huida del dolor en este texto, cómo haberla, ellos, Lorca y Pasolini, no huyeron de él, y Tarantino lo muestra siguiendo los pasos de su reflexión acerca de lo incurable, lo muestra en ese bello epígono teatral que es un homenaje a la dramaturgia lorquiana y al amor por la realidad pasoliniano. Los textos han de estar vivos como los poetas: saber que todo dejará de ser lo que es, incluso lo muerto, en la infinita contingencia de lo vivo y vinculado. En lo contingente no puede haber negación –es una hipérbole. Pero deja claro el lugar desde el que leer este libro, desde un sí a la vida –también se siente la respiración nietzscheana. Sin huir solo nos queda la palabra, y a ella se encomienda esta escritura sin concesiones, exigente, abrupta a veces y en la dulcedumbre otras. ¿Y en qué se convierte la palabra entreverada con el dolor? ¡En un canto poético de la vida! Hay vida en estos poemas, no otra cosa, ni convierten en diferido el baluarte de su cuerpo hecho de jaeces andalusíes y de rasgos naturalistas del Príncipe Galeotto –Boccaccio–, porque los ríos de Madrid y Roma son afluentes del río de la vida, en el que se baña la alteridad creada por una lengua que rompe con la estandarización poética, y con sus juegos inveterados con la pornografía de la intimidad.

No puedo evitar al leerle recordar a Malone [«Me pregunto si, a pesar de mis precauciones, no estaré hablando de mí. (…) Cada vez que me amenace la ruina, me detendré para examinarme tal cual soy. Es justamente lo que deseaba evitar. Pero, sin duda, no hay otro medio. Después de este baño de cieno podré admitir mejor un mundo en el cual yo no sea una mancha. (…) consultaré mi conciencia caduca, (…) lejos ya del mundo que por fin se dilata y me permite pasar». (…) «Esos ojos de gaviota me asustan. Me recuerdan a un viejo náufrago, no recuerdo cuál. Evidentemente, es un detalle. Pero me he vuelto miedoso. Conozco estas frases que parecen insignificantes y que, una vez aceptadas, pueden corromper toda una lengua. Nada es más real que nada. Salen del abismo y no paran hasta arrojarnos a él. Sin embargo, esta vez sabré defenderme». Samuel Beckett: Malone muere, 1951], porque como él también se pregunta si estará hablando de sí mismo. Es tan consciente de no querer hacerlo [«Se acabó hablar de mí. No diré más yo». Ibíd., Samuel Beckett], que cada referencia a su historicidad, a su ser concreto, queda elidida por su función de señal en una encrucijada y por lo enunciado en sí mismo. Por ello se enfrenta a la realidad de la nada, al abismo de la conciencia, al cieno de la lengua… nunca nada, allí; aunque un sol de alacranes me coma la sien; aunque tomados por el dolor, agigantado…

Teatro y cine son el proscenio en el que El idroscalo de los colibríes habla, y lo hace desde lo mítico, desde lo que nos dice; en este sentido, es una lucha contra la alienación, contra la más peligrosa, contra la filosófica, contra ese racionalismo tecnificante que arrancó la vida de los poetas, como se arranca la vid de los sedientos. Hay una densidad de lo arcaico en este libro, traído y posado sobre la tierra, la misma tierra, sobre el tiempo, el mismo tiempo; y así, lo que fue sigue siendo como raíz profunda de lo que es, y mordemos las uvas y la verdad de los inmorales. Cuánta ética en su lectura… cuánto asombro ante la sinceridad con la que es escrito… para escarnio de una España del 36 que poco difiere de una Italia del 75, y que en el 2023 son lo mismo. ¡Cuánta pena siente mi coraje, sobre la que enciende lauros incombustibles en los que cantan alondras de agua!

Una última cosa, Alejandro no soporta a las gaviotas desde la noche de la muerte de su madre, sus chillidos llenando el cielo de los acantilados –cuenta– parecían desgarrar su cuerpo. Las madres de Lorca y Pasolini, la suya… [ese amor, latente en el libro, daría para otro texto sobre la desnudez…] Son ellas la reminiscencia de otro mundo posible… la feminidad de la entraña de la lengua. Civilidad y feminidad dan, de nuevo, a la poesía el ser desvelamiento de las sombras, el ser gesto del mañana –eikasía y kalasía: imaginación y antigua memoria de la belleza.

Me ha quedado una frase de la pieza teatral que cierra el libro, sin duda porque desata un demonio, una pregunta, algo incomprensible. Le dice Lorca a Pasolini:

«Sabes Paolo, hay un hogar del secreto, pero está escondido en alguna fisura del infierno. Un hogar, Paolo, del que no quiero ser salvado».

Gracias Alejandro Tarantino, por tu voz; por este libro civil sobre el dolor y su memoria; por ser un canto vital y un hecho de amor.

#reseña #poesía #novedades #libros #leer

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios